Los dioses de la montaña/The Gods of the Mountain, I
¿Que me ha tomado por sorpresa? El hecho que no deja de sorprenderme, y me causa un asombro casi cotidiano, es que no estoy tan preparada para asumir las cosas como supongo. Padezco una especie de optimismo incurable, agravada por una capacidad limitada para -o poco interés en- evaluar los riesgos de las situaciones en que me meto. Por ende mi último medio siglo ha resultado bastante más accidentado de lo que era estrictamente necesario.
Esta actitud temeraria hacia la vida me ha metido en dos tipos de situaciones. Situaciones que podrían haber resultado desastrosas, pero de las cuales salí ilesa, cosa que seguramente requirió la intervención de todos mis ángeles, y situaciones de las cuales no pude salir bien, y efectivamente me resultaron desastrosas, por lo menos a corto plazo, con la posible faceta positiva de haberme proveído de la oportunidad de ahondar mi carácter por medio de la adversidad. Digo, “posible”, porque mi madre reporta que desde temprana edad, cuando algo me salía mal, reaccionaba refunfuñando, “Me niego a aprender algo de esta pinche experiencia.”
Así me pude fletar sin rasguños, años de andar pidiendo aventón como forma preferida de viajar, en los EU de los sesenta y setenta, una época más segura que la actual en la que ser semi-vagabundo era políticamente correcto. Sobreviví intacta viajes en la madrugada en Ohio con traileros libidinosos, y salí bien de ser abandonada a medianoche en un camino campestre de Vermont (ni los toros ni los campesinos se metieron conmigo, pues.)
Me hubiera pasado algo en el Chile de Allende, por andar en la calle después del toque de queda la primera noche del golpe, y no me pasó nada peor que una buena patada en el trasero proporcionada por un carabinero. Me hubiera pasado algo las veces que iba de México a Xalapa en la madrugada, en principios de los ochenta, con mis dos hijitos en un vocho chocado con un faro desviado, y sin embargo siempre llegué bien.
Los dioses de la montaña/The Gods of the Mountain, II
Pero donde sí me he atorado y he coleccionado un buen de cicatrices en el transcurso de todos estos años, es en el manejo de mi vida sentimental. En el tema no puedo ahondar mucho, en parte porque involucra a personas que todavía andan por ahí y en parte porque no tengo un análisis que me resulte convincente del porqué todo me salió tan complicado.
A lo mejor es aquí que más entrarían lo que son mis “experiencias intempestivas”, pero también es aquí donde de repente me entra un curioso (y no muy usual para mí) pudor. Lo que sí puedo decir es que en mi obra pictórica estos temas son fundamentales, y sin que siempre me lo proponga, ahí se tratan extensamente.
Estoy segura de una cosa. Un factor que causó que me equivocara mucho, o que tomara decisiones dudosas, fue mi condición de extranjera: el hecho de que crecí con expectativas y patrones de conducta que no siempre se podrían aplicar bien en la cultura en que me he encontrado inmersa.
Aquí entramos a otra materia: la súplica de la editora de que hablemos de cosas de las cuales hemos querido hablar durante mucho tiempo. Quisiera hablar de esa cosa tan rara que es vivir la vida como “la extraña,” la “que no es de aquí.”
Los dioses de la montaña/The Gods of the Mountain, III
Es una condición que a veces se me olvida, hasta que bruscamente me la recuerdan. Pero es también una condición que me ha acompañado desde mi infancia en los pueblos del medioeste estadounidense. Esas pequeñas ciudades atravesadas primero por el ferrocarril y luego por las carreteras en la pradera de Nebraska y Kansas, donde prevalecía, y la verdad aún prevalece, un amor sobre todas las cosas por el fútbol americano, la carne de res y la conservación de las buenas costumbres (por ejemplo, votar republicano). En ese medioambiente, mis padres se veían demasiado intelectuales. Mi padre fue foto-reportero, encantador, irritable y ligeramente inestable (¿mi experiencia intempestiva primordial?) --así es que lo seguíamos en su travesía de un periódico local a otro. Como resultado fui la niña nueva de la escuela infinidad de veces y a los dieciocho años había vivido en doce casas. Tanto me pegó la costumbre que a los treinta y cuatro años, había vivido en treinta y cuatro casas. En mi “madurez” me calmé: acabo de cambiarme por primera vez en once años.
Tres tardes en el jardín/Three Afternoons in the Garden, I Lo que quiero decir es, que a lo mejor a muy temprana edad empecé a sentirme “yo” siendo “la extraña”, “la nueva”, “la rara que lee poesía”. A lo mejor la vista desde la orilla, una orilla real o imaginaria, empezó a ser la única vista desde donde me podía enfocar.
No sé si el margen es un punto de vista que distorsiona o si permite ver las cosas bien. Sé que aquí en México he aprendido muchas cosas que ni sospechaba en Nebraska.
Tres tardes en el jardín/Three Afternoons in the garden, II
Y la idea de visiones y versiones nos lleva a otro gran fenómeno cultural-- la mentira, y las razones de su existencia. (se continuara´...)
Tres tardes en el jardín/Three afternoons in the garden, III
No hay comentarios:
Publicar un comentario