I am always disconcerted when I hear the observation –and I hear it frequently- that my work is nostalgic. Perhaps I react like this because I associate nostalgia with that which is sentimental and reactionary, and as an artist I feel a commitment to the present and the future, and thus an urge to be up-to-date, break new terrain, and to create something forceful. But at the same time I must admit that I am irremediably entwined with the past. There are old images that provoke in me an intensely pleasurable sensation mixed up with a bitter one, perhaps because they evoke a lost (and enticing) world and convey concurrently the impossibility of real access to it.
It’s as if these images- primarily photographs, were windows through which one looks out onto something half-seen, something disappeared, something so ephemeral that all that remains of it is a document of how the light fell in that place, at that moment, and what was left in shadow. I can copy this scheme of light and shadow, but what emerges from my testimonial efforts is an imaginary event. These images enter into my world, whose population consists of characters encountered who become my sisters, my grandparents, myself. This is a world where geography exists but without its immutable distances, where time is circular (as it must be, really), where everything can be recuperated, or where geography and time fold back in upon themselves (like a telescope, Lewis Carroll said, in the voice of Alice), and an old woman can reunite with herself as a child in a land of volcanoes, pyramids, and seas.
A few months ago I visited, in the Museum of Anthropology in Mexico City, an exhibit dedicated to an indigenous culture in the extreme south of the Americas, a culture which is about to disappear. I went home and contemplated a scene of two young women from this almost extinct people, nearly eighty years before, together with another photograph of an Easter morning forty years ago, depicting two young women of the American Midwest, one of them my mother. And I was invaded with the certainty that either we are all in danger of extinction (which is the most probable), or (and this is what we must imagine as long as we are still alive) somehow in some magical way we shall all be saved.
C Rippey March, 1987 for Akira the cat, 1996-2007
Siempre me ha causado consternación la observación –bastante frecuente—de que mi obra es nostálgica. Será porque asocio la idea de la nostalgia con lo sentimental y lo reaccionario, mientras siento como artista un compromiso con el presente, el futuro, y con la necesidad de ser vigente, de proponer, de hacer una obra fuerte. Pero confieso que al mismo tiempo estoy irremediablemente enredada con el pasado. Hay imágenes viejas que me provocan tanto una sensación de dulzura como de amargura, quizás por el mundo perdido que evocan y la imposibilidad de llegar a ello.
Digamos que estas imágenes –más que nada fotografías- son ventanas por las cuales se asoma uno a algo medio-visto, algo desaparecido, algo tan efímero que queda de ello solamente un documento de cómo cayó la luz en ese lugar en ese momento en el tiempo, y qué quedó en sombra. Puedo copiar ese esquema de luz y sombra, pero lo que emerge de mi esfuerzo testimonial es un evento imaginario. Las imágenes entran a mi mundo, cuya población son personajes encontrados que se vuelven mis hermanas, mis abuelos, yo misma. Es un mundo donde la geografía existe pero sin sus distancias inmutables, donde el tiempo se vuelve circular (como realmente ha de ser), donde todo se puede recuperar, o donde la geografía y el tiempo se repliegan (como un telescopio, decía Lewis Carroll con la voz de Alicia), y una anciana puede encontrarse de niña en un país de volcanes, pirámides, y mares.
Digamos que estas imágenes –más que nada fotografías- son ventanas por las cuales se asoma uno a algo medio-visto, algo desaparecido, algo tan efímero que queda de ello solamente un documento de cómo cayó la luz en ese lugar en ese momento en el tiempo, y qué quedó en sombra. Puedo copiar ese esquema de luz y sombra, pero lo que emerge de mi esfuerzo testimonial es un evento imaginario. Las imágenes entran a mi mundo, cuya población son personajes encontrados que se vuelven mis hermanas, mis abuelos, yo misma. Es un mundo donde la geografía existe pero sin sus distancias inmutables, donde el tiempo se vuelve circular (como realmente ha de ser), donde todo se puede recuperar, o donde la geografía y el tiempo se repliegan (como un telescopio, decía Lewis Carroll con la voz de Alicia), y una anciana puede encontrarse de niña en un país de volcanes, pirámides, y mares.
Hace unos meses visité, en el Museo de Antropología de la ciudad de México, una exposición dedicada a una cultura indígena del extremo sur de América, que está a punto de desaparecer. Volví a casa y me quedé viendo una fotografía de hace más de ochenta años de dos jóvenes mujeres de esta raza casi extinta, junto con otra fotografía de un domingo de Pascuas de hace cuarenta años, donde aparecen dos jóvenes del medio oeste de los Estados Unidos, una de ellas mi madre. Y así me invadió la certeza de que o todos estamos en vías de extinción (que es lo más probable) o (y esto es lo que tenemos que imaginar mientras todavía estamos vivos) todos de alguna forma mágica nos salvamos.
C Rippey, marzo de 1987 para el gato Akira, 1996-2007
2 comentarios:
Que mejore Akira ... y si, los patágonos se extinguieron. Quedan tan solo unos pocos occidentalizados.
Besooos.
La nuera.
Hola
He admirado el trabajo de Carla Rippey desde hace unos 15 años. Conocí personalmente a Carla hace algunos años, en un seminario en torno a Francis Bacon. Y la intervención de Carla junto a la de Sylvia Navarrete y Teresa del Conde fueron excelentes, estoy seguro que debo tener por ahí los textos aún. Nunca los vi republicados en ningún lado, fue una lástima.
Ha sido muy grato reencontrar estas excelentes imágenes, esta vez en la Blogosfera.
Un saludo muy cordial, y sí me lo permiten, me encantaría colocar un link desde mi blog...
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